Algo habita en el silencio y en la oscuridad, y eso lo
sabían muy bien los representantes del romanticismo alemán.
Este movimiento tuvo sus inicios en la figura de Johann
Gottfried Herder, aquel que en 1.769 decidió dejar suelo firme para ir en busca
de la fluidez de la vida. Y tuvo su continuación a lo largo del siglo XIX
en figuras como Novalis, los hermanos Schlegel, Hölderlin, Schleiermacher,
Tieck, Görres, entre otros,
El romanticismo alemán es una reacción al racionalismo
que quiso extenderse en Europa como una nueva “religión”; con su
instrumentalización de la vida, en el ámbito de la productividad y de la
cotidianidad. Una réplica a lo que los románticos denominaron el
“enfriamiento” de la relación sentida con el mundo, que trajo como consecuencia
el dominio técnico y el sometimiento al propio servicio de la naturaleza
enfriada. Una respuesta al proceso de secularización, que significó el
destierro de las misteriosas “hadas” de la imaginación y de las representaciones
del mundo.
Los románticos reclamaban silencio, oscuridad y quietud
del corazón para poder escuchar en su interior lo que la naturaleza tenía para
decirles acerca de los abismos insondables de su existencia. Y esta relación la
concebían como un “nuevo comienzo” para reencontrar caminos de creatividad,
agotada a su juicio en el exceso de razón.
La modernidad trajo consigo “la prolongación del día en
la noche” con la instalación de luces artificiales, y un exceso de explicación
que, según Hölderlin, se aparece como una “furia” por medio de la cual
penetramos la realidad en lugar de abrirnos a ella y permitirle que se abra a
nosotros.
Nos encontramos en una oposición entre razón y fantasía,
si es que puede plantearse en estos términos. Oposición que, lejos de
resolverse en síntesis en los siglos posteriores, parece profundizarse a favor
de uno u otro camino. A decir de Schiller, en este proceso el ser individual
sale perdiendo, a pesar de las innegables ganancias alcanzadas para la especie
humana en su conjunto.
A través de ese momento privilegiado de la civilización
occidental podemos asomarnos al surgimiento de fenómenos que aún hoy
rigen nuestra realidad; y nos abren caminos de entendimiento de nuestro
actual ser y estar en el mundo.
En la generalidad, la fragmentación con la naturaleza y
la compartimentación del conocimiento en súper especializaciones, nos han hecho
apenas seres funcionales, carentes de criterio, manipulables o fanáticos.
Nuestra creatividad para expresar lo sublime y lo inefable, salvo contadas
excepciones, se encuentra paralizada. En vez de tener una relación
afirmativa con la existencia, profesamos la religión del mercado o caemos en
los misticismos más profundos sin apenas oponer resistencias.
El exceso de información, que difícilmente se procesa, ha
sustituido a la explicación que procedía de los interese intelectuales de
formación amplia.
Y el ruido, la luminosidad de aparatos, y el agite
de estar siempre “conectados”, apenas nos salvan del desgarrador vacío que habita
en nuestro interior.
Foto por: Jess Ar
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