No es
fácil pronunciarse sobre el tema de la paz, porque esta es más una ilusión que
nos guía que una realidad que esté a la vuelta de la esquina.
Pero,
aún a sabiendas de que lo que está en juego es la firma de un acuerdo entre dos
fuerzas de poder que han recurrido a la violencia, la una amparada en el uso
legítimo de las armas –el Estado-, y la otra desde la criminalidad como grupo
armado ilegal, un acuerdo de paz puede orientarnos a entablar una discusión
social sobre la ética.
Para
sustentar los fines existen infinidad de discursos, y jamás se ha cometido un
atropello a la humanidad que no esté revestido de una promesa, engalanada con
cualquier cantidad de razonamientos, argumentos e ideologías. No obstante, vivimos en un mundo que intenta
reconocer, cada día de manera más amplia
y profunda, la igualdad de los derechos
del hombre, y ello hace problemático
justificar cualquier medio.
Este
rechazo a los grupos armados ilegales y sus formas de proceder, sustentadas en
“loables” argumentaciones, ya se había dado en Colombia con el fenómeno del
narcotráfico. En los años ochenta no
estaba mal visto ser narcotraficante. Pablo Escobar pudo ser congresista y
jugar a “Hood Robin”, hasta que él y sus compinches se enfrentaron a la nación
colombiana con actos terroristas. En este momento el debate se profundizó, y la
sociedad empezó a hacer consciencia de los horrores que rodeaban su negocio y
sus exorbitantes cantidades de dinero.
Ahora, si
se firma la paz, más que a una ausencia total
de conflictos tal vez inicialmente tengamos que asistir a un recrudecimiento de
los mismos, pero ellos no estarán aparentemente legitimados por un fin que
“políticamente” excuse cometer crímenes, como el secuestro o el desplazamiento
forzado. La guerrilla desmovilizada y desprovista de su estatus político pasará
a ser delincuencia común, y ya no habrá lugar a dudosas motivaciones para su
“combinación de formas de lucha”.
Por
supuesto que existen entre nosotros múltiples contradicciones: desigualdades
sociales, injusticia, corrupción, contra reforma agraria, falta de cultura
ciudadana para la convivencia, entre otras múltiples problemáticas cuyos
asuntos sin resolver seguirán generando violencia. Pero,
bajarle el cartel a las FARC de “grupo armado político”, y llevar a quienes
queden delinquiendo al nivel de criminales, es un paso seguro en el proceso de
madurar como sociedad, de reconocernos como ciudadanos beneficiarios de
derechos y sujetos de deberes, y, sobre todo, en fijarnos cada día más en la
ética de los medios que los actores políticos y sociales utilizan para lograr
sus propósitos.
Por
todas estas razones yo también abrazo el cercano cese del conflicto armado, tal
y como lo hemos conocido. Me dispongo de razón y corazón para afrontar los
retos que nos depara el horizonte, con la ilusión de que este acuerdo sirva
para entender que ningún fin excusa cualquier manera de obrar para llegar a él.
Foto por: Diego Valencia Gómez
Foto por: Diego Valencia Gómez