Recientemente llegó a mi poder una fotografía de motociclistas haciendo piques nocturnos ilegales en plena plaza de Bolívar.
Esta imagen, un poco dantesca, vino a unirse en mí con un recuerdo reciente.
Vivo en el occidente de la ciudad, y de camino a mi casa, hace un par de noches, en cercanías de la planta de Postobón y del barrio Belmonte, había allí instalados un centenar de motociclistas.
Aquella noche, daban la partida de la carrera justo cuando yo pasaba por ahí. Lo noté e intenté orillarme hacia mi derecha, cuando me adelantaron dos de los “competidores”, iban sin luces y a alta velocidad.
Pasado el susto, pues estuve a punto de arrollarlos, pude reconocer el “itinerario” de su competición: partiendo del lugar de encuentro giran antes de la intersección del Pollo, en donde, perforado el separador, se lanzan casi a ciegas al carril contrario.
No sentí tanto horror por lo que mis ojos presenciaban como por el entendimiento de lo que estas prácticas significan desde el punto de vista de la ciudadanía.
Obviamente, estas personas están violando todas las normas posibles y tienen una tendencia, a mi juicio, suicida. Ya hablaba Octavio Paz en su célebre escrito, El Laberinto de la Soledad, sobre el carácter autodestructivo del mexicano. No sé si por esa influencia cultural del país azteca tan marcada por el cine, la música, y más recientemente, las telenovelas, compartimos esa tendencia auto punitiva; una búsqueda de un “infinito” en cuyo camino se segrega la adrenalina que, como adictivo, profundiza los comportamientos arriesgados hasta llevarlos al límite de lo irrazonable.
No habitamos la ciudad en soledad sino en relación con el Otro. Y es la confianza en el cumplimiento de unas normas, de unos códigos de habitabilidad y uso del espacio público, lo que permite realizar actividades en el territorio construido con relativa seguridad.
Al infligir irracionalmente toda norma, el infractor no solo pone en juego su vida (uno hasta podría llegar a argumentar que está en su derecho), sino que arriesga, desconsiderada y criminalmente, la tranquilidad y la vida del Otro, que en su inocencia nada sospecha.
Tal vez el vivir de manera ambivalente las normas que regulan toda relación humana en sociedad sea una constante de todos los tiempos. Precisamente para eso existen las autoridades que hacen un equilibrio y someten a un objetivo de bienestar común el actuar de cada individuo.
La ausencia de autoridad es una falla gravísima que sólo conlleva a la anarquía.
La tristeza profunda que me queda de estas imágenes salvajes y regresivas es entrever que en vez de construir ciudadanía todos los días nos alejamos más de los parámetros de la sana convivencia; nos hacemos islas (tribus) que consultan sólo sus propias apetencias, toman su modo de ser y estar en el mundo como norma que se impone a los demás, y lo hacen sin ningún tipo de consideraciones, ni siquiera las de la propia seguridad y vida.
Foto: Eje 21
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