jueves, 26 de febrero de 2015

DE ZANCUDOS, EPIDEMIAS Y FUMIGACIONES

Han corrido días extraños.  Atacada por el virus de la chikunguña, mi cabeza no ha cesado de hervir, y no precisamente a punta de ideas.  Fiebre, dolores articulares, brotes en todo el cuerpo, y un estado general que no permite siquiera levantarse de la cama, eso es lo que produce esta infección.

Todo comienza con un acto trivial, la picadura de un zancudo, que dado el lugar donde vivimos es tan corriente como inevitable.

La expansión del virus es ya una epidemia, en un país donde el aparato productivo se resiente por el ausentismo laboral, causado en gran proporción por problemas como este que pudieran y deberían haber sido evitados.

La ausencia de políticas de promoción y prevención en salud condena a la población a sufrir enfermedades altamente incapacitantes, congestionando los ya saturados servicios de salud, y poniendo en riesgo la vida de las poblaciones vulnerables como niños menores de un año, ancianos y madres gestantes.

Y es que, la verdad, uno se cree morir.  No es nada grave,  pero es de cuidado porque puede acelerar otras patologías que ya padezca el afectado y complicarle su salud al punto de arriesgar la vida. Indispone hasta la incapacidad total, y, horror de horrores, no tiene una duración estándar ni tratamiento.

En este estado de cosas, en el que ni siquiera podía leer, recordé un episodio. 

Estaba yo, el año pasado, donde la señora Olga, una sonriente vecina de Galicia que hace arepas para vender, cuando escuché un ruido indefinido que provenía de una camioneta con una especie de megáfono.  Al principio pensé que se trataba de esos carros que venden verduras, o cacharros, pero no.

Era un vehículo sin mayores identificaciones que emitía un libreto de alerta a los pobladores del sector, que sólo podía entenderse cuando ya el líquido que esparcía estaba encima de todo: vecinos, verduras en las estanterías de las tiendas, carnes en ganchos exhibidas, panes recién salidos del horno, ancianos, niños, madres embarazadas que esperaban el bus, todo.  Sólo los que estábamos en vehículos pudimos protegernos.  El resto fueron fumigados, sin discriminación ni consideración.

Si mañana se dice a las autoridades que no han hecho lo que debían para controlar esta enfermedad, mostrarán los registros de esta y otras tantas fumigaciones, hechas de manera tan improvisada como inútil.  A veces creo que las hacen, como las fingidas capacitaciones del tránsito, para justificar contratos. Y los ciudadanos que se enfermen, que se jodan!


miércoles, 18 de febrero de 2015

DE LA FINGIDA AMABILDAD COMERCIAL

Frecuentemente recibo llamadas de asesores comerciales que ofrecen productos, tarjetas, etc.

Intento tener paciencia, aunque últimamente me intereso cada vez menos en comprar cosas: mi vida está llena de artefactos que no necesito.  He tratado de resistirme a las tentaciones del consumo, tal vez sin mucho éxito.

Recuerdo cuando, buscándole salidas a la vida, redacté protocolos de venta e instruí vendedoras, para que intentaran sonar amables y lo menos fatigantes posibles.

Doy un compás de espera, respiro, y escucho al otro lado de la línea la voz de quien está haciendo su trabajo.

Todo sucede casi igual en estas llamadas.  Se me ofrece la opción única diseñada para mi, cliente tan especial.   La vendedora me expone, convencida a fuerza de entrenamiento,los prodigios de la oferta, quiere persuadirme.

Comprendo que su propia vida está comprometida en la venta que intenta hacerme.  Tendrá necesidades: útiles escolares, ropa, muebles, comida para ella y los suyos.  En su voz está el anhelo propio de lo que requiere: vender lo que otro no necesita para poder comprar lo que le falta para vivir.  Es lo inherente al sistema económico:unos que derrochan mientras muchos apenas subsisten.

Digo educadamente, llamando a la vendedora por su nombre, que le agradezco el ofrecimiento pero no lo quiero.  Puedo percibir una especie de desconcierto. No importa:¡el manual de entrenamiento también previó esta negativa!

Entonces, figurémonos Lorena, refuerza su argumento.  Me hace una propuesta irresistible, promoción para clientes difíciles.  Me dice que el televisor, que ella supone que quiero, vale $5 millones, pero si acepto puedo comprarlo por $2, y me pregunta, asombrada: ¿quiere pagar $3 millones más por el televisor que desea?

Debo repetirle, en el mismo tono, que no tengo interés.  Súbitamente su amabilidad se esfuma, y me parece percibir que me ha tirado el teléfono. ¡He dejado de ser especial para ella!

Lo que no sabe, ¿cómo podría saberlo?, es que en mi vida he comprado un televisor,  ni siquiera enciendo el que hay en casa.  ¿Hubiera sido efectivo usar como señuelo un juego de ollas, unas sábanas? Tal vez. Aunque a mi desinterés por el producto específico se suma una prevención radical contra el sistema de crédito de consumo: endeudarse para comprar lo que no se necesita, ¡me parece un sin sentido!


Mi decisión sobre la televisión es de vieja data, y tiene que ver con los contenidos y el uso eficiente del tiempo. Pero esta es otra historia.

martes, 10 de febrero de 2015

DE LAS NORMAS AL COMPORTAMIENTO CIUDADANO

Me parece simpático, por decirlo de algún modo, que tanto se desgasten en discutir y aprobar reglamentaciones que, en su mayoría, son un saludo a la bandera.

Los veo revolotear, pensar que sus ideas son las primeras y las últimas del mundo, tal vez soñar con lograr lo que antes no, intentar dejar su impronta.

Nuevos o viejos funcionarios se enfrascan en discusiones eternas, buscando una perfección de papel.

La realidad pasa por encima de todas estas disquisiciones.  La situación se torna peor cuando, además, se habita el reino de la fingida inocencia:normas perfectas, exigencia en su cumplimiento inexistente!

Se discute, por ejemplo,  el ordenamiento territorial.  Se sueña con la ciudad ideal, se proyecta el territorio.

Ay! Si los ciudadanos de a pié pudieran salir con esos mamotretos decodificados, desprovistos de su saber para burócratas, y darse cuenta de qué tanto va de la teoría allí depositada a la realidad vista.

La reflexión más obvia sería la inexistencia de una autoridad que obligue a cumplir lo que, con tan buena fe, se han consignado en los códigos. 

Y es verdad: no existe control físico en Pereira, y el ordenamiento se queda en buenas intenciones plasmadas en el papel, para la gran mayoría.  Pero, hay un trasfondo todavía más importante: estar dispuesto a seguir o burlar las reglas siempre será un tema de convicción personal, que parte de la conciencia de pertenecer a algo que  justifica el comportamiento, en este caso a una ciudad que se habita y se considera como propia. 

Hay quienes cumplen con todo el rigor de lo impuesto, aunque su competitividad se vea afectada frente a aquellos que pasan por alto todas las exigencias.  No obstante, sus principios son más fuertes, y seguirán encontrando la manera de subsistir a la inequidad en la aplicación de las leyes. 

De todas maneras,  la demanda del cumplimiento de lo establecido en la legislación, es decir, un poco de coerción, siempre viene bien para desmotivar a los dudosos.  Porque, a los que están decididos a pasar por esta vida haciéndolo por encima de todos y de todo, a esos no hay quien los contenga.Habría que apostar por educarlos en lo que significa ser ciudadanos. 


Para muchos, habitar un territorio compartido, pleno de significantes y códigos, es una tarea azarosa e incomprendida.  Educar para la ciudadanía es un trabajo pendiente que empieza a convertirse en urgente!

miércoles, 4 de febrero de 2015

SOBRE EL CONTROL FISICO DE LA CIUDAD

Hace ya catorce años, ¡catorce!, que fui Secretaria de Control Físico de la Alcaldía de Pereira.

Como titular de este despacho, me enfrenté a una de las tareas más difíciles que tiene la administración de una ciudad.  Además del control de las construcciones,  la asignación de los usos del suelo, las invasiones del espacio público, y de lotes privados con improvisadas viviendas, etc., Control Físico era el encargado de regular la publicidad visual exterior, es decir, las vallas, avisos publicitarios, pancartas, entre otros.

En ese entonces emprendimos una verdadera “limpieza” de la ciudad. Todos los elementos que no cumplían estrictamente con la reglamentación vigente fueron retirados, adosados a las fachadas, distanciados o reducidos de tamaño.

Recuerdo haber sido citada a un auditorio de FENALCO repleto de comerciantes furiosos. Me preparé bien:estudié la normatividad, expliqué las razones que motivaban las acciones que habíamos tomado, y recalqué en la contaminación visual como un hecho a veces imperceptible pero a todas luces nocivo.   Finalmente, pudo más el deseo de trabajar conjuntamente por la estética de nuestra ciudad, y los presentes reconocieron que estaban contaminando visualmente el entorno, de manera exagerada,  y trasgrediendo la ley, tal vez sin ser muy conscientes de ello.

Puedo decir que la ciudad quedó , después de aquellas jornadas, con una publicidad visual exterior apropiada y apegada a la ley.  Sin negar el derecho a que los comerciantes realizaran el anuncio de sus negocios y productos, el espacio público urbano no se veía ya como “plazoleta en feria”.

Caso distinto al de hoy.  Paulatinamente, la ciudad se ha ido llenando, los comercializadores de las vallas descarando, y la exigencia en el cumplimiento de las normas desapareciendo.

Recorrer las avenidas 30 de Agosto o Américas, con su paisaje plagado de anuncios y luminarias, agota. Tanto, que ni siquiera es posible distinguir una publicidad de otra,  tan atiborradas están nuestras calles y vías principales.

Y, como si fuera poco, aprovechando los recientes movimientos de tierra del aeropuerto, han aparecido sendos espacios disponibles para pautar en ellos.  Yo me pregunto: ¿cuántos de estos avisos cumplen con la normatividad vigente? ¿A quién beneficia el manejo que la administración le ha dado ala publicidad visual exterior?


Finalmente, el control a las edificaciones merece por lo menos dos artículos, no sólo porque es vital hacerlo, para que se cumpla con lo establecido en las normas del POT, sino porque desde hace muchos años es prácticamente inexistente.