Es difícil decir “soy pereirana”.
Muchas, no sin razón, han optado por decir: “de Pereira”, “nacida en
Pereira”, y otras, vergonzantes, hacen la consabida aclaración: “de Pereira,
pero no pereirana”. Independientemente
de cómo lo asuma cada una, lo cierto es que cargamos con un estigma, algo
parecido a una perpetua “letra escarlata”.
Por ejemplo, cuando fui a Bogotá a hacer un estudio de postgrado,
mis compañeros me recibieron con la siguiente pregunta: “¿es verdad que todos
los prostíbulos de Colombia se llaman las pereiranas?”. Fue una agresiva introducción a la cual tuve
que hacer frente con valor y algo de antipatía.
Pienso que el asunto obedece a razones de fondo, al hecho de que
la prostitución, en efecto, se
ejerce aquí, o es ejercida en otras partes, por personas provenientes de esta
ciudad. Y, también, hay algo de forma, es como un apodo.
Las condiciones sociales hacen que las personas tengan que
comerciar con lo que tienen, aquello que no requiere grandes inversiones para
ser productivo. No sé es prostituta por
vocación, deseo o voluntad de serlo, aunque seguramente habrá sus excepciones. Esta es una condición inherente a la pobreza,
como lo son las invasiones en zonas de alto riesgo o las ventas
informales. El hambre, en general, lleva
al ser humano a medidas, muchas veces
desesperadas, en busca de la
supervivencia. Para eliminar el síntoma
hay que ir a la causa.
Las mujeres del común no tenemos acceso a las entidades responsables
de tomar acciones en cuanto a las redes de trata de personas, o a estudios
comparativos a los cuales se pueda echar mano para desmentir o confirmar si la
prostitución se ejerce en esta ciudad de una forma más extendida que en otras. Además, no creo que llegar a demostrarlo, si
fuera posible, tenga ninguna utilidad.
No obstante, trabajadoras, madres, deportistas, artistas,
ejecutivas, intelectuales, profesoras, estudiantes, etc., no tenemos por
qué ser sumisas y aguantarnos el remoquete.
No hay que hacer eco de la estulticia dando explicaciones pendejas porque,
además, es mejor ser desinhibida que frígida, y, el ejercicio libre y
consciente de la sexualidad es una conquista de la sociedad moderna.
Gracias a nuestra lucha por ser autónomas no tenemos que seguir
aparentando ser “eternas vírgenes”. Ya
no necesitamos convencer a nadie de nuestras castas virtudes para que nos sostenga
de por vida. Así que, en igualdad de
condiciones, no hay por qué dar cuenta sobre la vida íntima, y es de tontos
pensar que una cierta tendencia a la promiscuidad sea definida por la ciudad de
origen.
Una actitud seria y firme frente a este fenómeno ayudaría, por lo
menos en la forma, a quitarnos esa molestia de encima y a dejar al descubierto
la ignorancia, el mal gusto, y la
pobreza intelectual del interlocutor que apele a estas insinuaciones. Hay reflexiones mucho más importantes que
hacer con respecto a este tema. Por eso,
trascendamos el hecho, y no nos sintamos
aludidas en lo más mínimo. Como decía la
mamá: ¡a palabras necias oídos sordos!.