martes, 17 de enero de 2017

LA TRAGEDIA COMO ESPECTÁCULO





Nuestra cotidianidad más elemental se ha convertido en un espectáculo para gritar, desde las redes sociales, que vivimos y necesitamos ser reconocidos.
En el mundo contemporáneo, registrar lo vivido se ha convertido en igual o más importante que vivirlo.

Vamos perdiendo el asombro frente a las escenas de jóvenes (y no tan jóvenes), sobre todo del sexo femenino, aunque no exclusivamente, concentradas en hacerse infinidad de autorretratos, incluidas muecas de todo tipo, algunas consideradas muy “cool” según la edad.
En las ciudades más turísticas como Paris, por ejemplo, la horda de chinos se distingue fundamentalmente por dos cosas: ir escupiendo copiosamente en el espacio público y un ansia frenética en busca de registrar “su momento” mediante numerosas selfies. Poco importa el lugar y lo que este tiene para decir, lo que interesa es “tomarse la foto”.

Parece que fuera más importante divulgar la estancia en determinados lugares que estar ahí, de cuerpo y pensamiento presentes.
Estas ciudades se han convertido en una especie de museo a cielo abierto o de Disney World, aunque no fueran construidas con ese propósito. Sobre todo en verano, su función original de lugares de habitación es bruscamente mutada por la fuerza exterminadora de los turistas. Las mismas escenas se repiten en cualquier playa o destino de montaña. Los turistas llegan a arrasar, más que a respetar o absorber el entorno.

El mundo está atestado por masas de visitantes que obran como poderosos depredadores, devastando y dejando toneladas de basura a su paso.

Aterrados del tiempo vacío que llevaría a la meditación y a la introspección, precisan estar alentados constantemente por una música, actividades dirigidas por todo tipo de recreadores o representaciones y, obviamente, por las innumerables fotografías que darán cuenta minuciosa de sus vivencias.

Cualquiera podría decir que este enajenamiento es inocuo, que con él no se ofende a nadie. Es más, parece válido el argumento de que cada uno está en su derecho de gastar el tiempo como le parezca.

El problema sobreviene cuando estas conductas se convierten en una patología colectiva, que impide la interacción adecuada con el entorno y con los Otros que nos rodean, asilando al individuo en su mundo y convirtiéndolo en un observador indiferente.

Este tipo de indiferencia fue seguramente la que sintió José Luis Molina, el hombre que perdió a su familia en la caída de un puente peatonal en Villavicencio, cuando suspendido de unas tablas y a punto de caer, dirigió su mirada hacia arriba en busca de ayuda. Según su propio testimonio, en vez de encontrar un brazo tendido solo pudo ver a los mirones sacando fotos.

Cuando los seres humanos perdemos la capacidad de conmovernos, maravillarnos o pasar a la acción de manera inmediata en casos de tragedia, y en vez de una reacción empática o solidaria lo único que se nos ocurre es disparar nuestras cámaras o teléfonos inteligentes, podría suponerse que ha llegado el momento de empezar a cuestionarse las lógicas del aislamiento virtual contemporáneo.

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