martes, 4 de abril de 2017

LAS COSAS QUE NOS PASAN



Vivimos tiempos convulsionados. O, al menos, el torrente de noticias que nos atropellan todos los días, la siguiente más mala que la anterior, nos da esa sensación.
Todos los días expuestos a la injusticia, la incertidumbre o el sufrimiento que se derivan de los actos de corrupción, de los desastres naturales, del consumo de drogas psicoactivas en todo momento y lugar, del aumento de la violencia intrafamiliar y de género, entre otros muchos hechos a los que nos vemos enfrentados.


Es tanta la desesperanza que las noticias optimistas (que existen) se ahogan y apenas son comentadas, y no alcanzan para elevar el ánimo colectivo.

Entonces, viene la pregunta por un futuro que se presenta lleno de incertidumbres. Y el obligado cuestionamiento personal, la evaluación íntima acerca de lo que cada uno de nosotros hace o hará para dar solución, aunque sea parcialmente, a tantas necesidades, a este nivel de impunidad que nos sobrepasa y  al individualismo creciente que asfixia la vida social.

Somos herederos por imposición de una cultura europea que sufre de un agotamiento a todo nivel.  Se sobreexplotan los recursos naturales, y los principios en los que se basó la modernidad (de la que aún somos tributarios así sus lógicas se hayan profundizado) parecen tambalearse frente a las iniquidades del mundo globalizado.  Nuestro lugar en la repartición de los bienes del mundo es precario: somos la periferia de la periferia.

Seguimos siendo una colonia  y nuestra mentalidad continúa colonizada. La máxima ambición de muchos de quienes nos gobiernan es ser aceptados en los circuitos de la metrópoli, no para participar de las decisiones y de alguna manera defender los intereses de la Nación, sino para acceder a las migajas que se reparten en cocteles: embajadas y cargos burocráticos en los organismos internacionales como la ONU, el BID, entre otros. En la provincia el esquema se repite. Anhelamos ser invitados a una comida en la Casa de Nariño o  a una que otra fiesta con los poderosos de turno, para recibir de ellos ese toque de “inclusión” que nos redime de nuestra condición de provincianos. 

La corrupción es el origen de los males que nos aquejan y, de manera alarmante, ha permeado nuestro sistema de gobierno a todos los niveles.  Las honrosas excepciones que se puedan invocar solo confirman esta amarga regla.  Es lo natural, podría uno pensar, puesto que vivimos en un sistema que ha entronizado el anhelo por el dinero y el poder como único fin de la existencia.  Y, sin embargo, aceptarlo equivaldría a entregarnos.

¿Hasta donde devolvernos para encontrar un asidero, un lugar firme que nos permita tomar fuerzas e intentar un nuevo comienzo?  He ahí una buena pregunta que no es posible responder sin profundizar  en la incipiente historia  de la Nación que nos cobija. E incluso atrás, mucho más atrás, del momento en el que fuimos “descubiertos”.


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