martes, 7 de marzo de 2017






El capitalismo moderno creó la burocracia, en términos de Max Weber, aquel aparato administrativo organizado a partir de procedimientos, división de responsabilidades y especialización del trabajo, aplicado particularmente a las organizaciones del gobierno.

Esta división del trabajo se concibe como la forma más eficiente de realizar labores y disponer recursos con arreglo a fines planificados, y opera a partir de funcionarios, a quienes se les asignan tareas para las cuales se supone que están técnicamente capacitados.

Sin embargo, hemos visto cómo estas burocracias han degenerado en pesados aparatos que entorpecen el normal funcionamiento de las actividades propias del Estado, a partir de un excesivo acento en los procedimientos, de tal suerte que este ente impersonal termina convirtiéndose en un poder en sí mismo.

En los últimos tiempos, las lógicas del quehacer político han profundizado las ineficiencias de lo público, puesto que hoy priman más las filiaciones políticas que las competencias de los funcionarios.

Nuestros gobernantes se encuentran prisioneros de una paradoja: requieren dar resultados a los problemas que enfrentan nuestras sociedades, cada vez mayores en número y en complejidad, pero también vigilan celosamente su proyección en el ámbito político. De tal suerte que a pesar de requerir funcionarios técnicamente capacitados, terminan privilegiando a aquellos que participaron en la campaña que les dio el triunfo.

El hecho es que las oficinas públicas están desmanteladas. No sólo no se da continuidad en los cargos, puesto que como dicen popularmente “cada torero trae su cuadrilla”, sino que la renovación de los contratos depende de la activa participación en las contiendas electorales.
No es una dinámica nueva pero va preocupantemente en aumento, y ya no se respetan ni siquiera las oficinas de carácter eminentemente técnico.

Entonces, no es de extrañar que las soluciones a los problemas complejos que nos aquejan no lleguen, o que las que se obtengan sean apenas un simulacro, una apariencia que no aguanta mayores pruebas.

Cada tanto, aparece un “despistado” en la política que privilegia a los técnicos en los pocos cargos que puede nombrar libremente, y que genera un gabinete de gobierno decente que logra algunas transformaciones puntuales y pasajeras. A este bien intencionado la maquinaria electoral le cobrará cara su osadía, y aunque recordado como buen mandatario morirá políticamente en razón a haber desconocido (o desafiado) las lógicas del sistema.

Aunque hay que reconocer que ser gobernante es en exceso difícil, no se trata de vivir de falsas ilusiones. Es nuestro deber seguir empujando la rueda de la vida, con ánimo y optimismo, pero intentando abandonar una inadecuada inocencia que no nos permite entender bien los problemas a los que nos enfrentamos.

Mientras las lógicas de la politiquería sigan guiando a nuestros gobernantes, el espacio para que la administración del Estado se haga a partir de personas competentes es cada vez menor, y ninguna campaña publicitaria por llamativa que sea alcanzará a encubrir la ausencia de idoneidad, puesto que los slogans son apenas un endeble maquillaje que se desvanecerá apenas caiga el primer aguacero.

Foto: Archivo libre Pixabay

No hay comentarios:

Publicar un comentario