Estamos a escasos ocho días de las elecciones para Presidente.
Se puede decir con contundencia, que lo que ha caracterizado este
debate es la injuria. Incluso algo más
allá, puesto que lo que se dice es ofensivo pero no parece ser injusto. Lo que
estamos presenciando es una cascada de acusaciones, que no se hacen ante la ley, como debería ser,
sino a través de la tribuna que proporcionan, con muy pocos escrúpulos, los medios de comunicación.
La mutua desacreditación, amplificada de una manera que raya con
lo morboso, deja a los ciudadanos en un estado de desorientación y desconfianza
generalizada.
Si se pudiera decir que todo este espectáculo, tan dañino, ha
servido para algo, ello sería para haber puesto a la vista de todos que las
partes más radicales en esta confrontación provienen de lo mismo.
Son esos secretos que se descubren, con un fingimiento hipócrita,
los que dejan a ambas facciones en evidencia.
Las revelaciones obedecen a personas y procedimientos, que son
conocidos y practicados por ambos, porque, en síntesis, así hagan esfuerzos
desesperados por diferenciarse, los arropa la misma manta.
Y, en medio de este espectáculo de patanería, exhibición impúdica
del ejercicio de la ilegalidad como arma de lucha política, queda el pueblo
colombiano, huérfano en su transcurrir.
¿Cómo pedir al ciudadano corriente que cumpla la ley, que acate a
las instituciones, cuando esas mismas entidades han tomado partido y están sometidas,
ideológica y políticamente, a la hegemonía de uno u otro bando?
¿Qué ánimo le queda a la patria para recorrer el arduo camino post
conflicto, lleno de duras exigencias, si los más opcionados, en esta contienda por
dirigirnos,carecen de toda moral, requisito mínimo para obrar como líderes de
una Nación?
Este ha sido un proceso agotador, en el que se ha manipulado todo,
hasta prostituirlo: las instituciones,
la ley, la información, el presupuesto.
Pero el peor manoseo ha sido a la dignidad del pueblo colombiano,
chantajeándolo impúdicamente con la ilusión de la paz.
Habría que detenerse a pensar que paz no es sólo el proceso que se
está pactando en la Habana. Es aquella voluntad
que debería reinar en la conciencia colectiva y que, tristemente, se ve pisoteada
todos los días por los mismos que dicen defenderla.
La sensación generalizada, del colombiano común, oscila entre el
desengaño y el hastío. ¿Qué gobernabilidad podrá ejercerse a instancias de un
pueblo desengañado y hastiado?
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