Han corrido días extraños.
Atacada por el virus de la chikunguña, mi cabeza no ha cesado de hervir,
y no precisamente a punta de ideas.
Fiebre, dolores articulares, brotes en todo el
cuerpo, y un estado general que no permite siquiera levantarse de la cama, eso
es lo que produce esta infección.
Todo comienza con un acto trivial, la picadura de un zancudo, que
dado el lugar donde vivimos es tan corriente como inevitable.
La expansión del virus es ya una epidemia, en un país donde el
aparato productivo se resiente por el ausentismo laboral, causado en gran
proporción por problemas como este que pudieran y deberían haber sido evitados.
La ausencia de políticas de promoción y prevención en salud condena
a la población a sufrir enfermedades altamente incapacitantes, congestionando
los ya saturados servicios de salud, y poniendo en riesgo la vida de las
poblaciones vulnerables como niños menores de un año, ancianos y madres gestantes.
Y es que, la verdad, uno se cree morir. No es nada grave, pero es de cuidado porque puede acelerar otras
patologías que ya padezca el afectado y complicarle su salud al punto de
arriesgar la vida. Indispone hasta la incapacidad total, y, horror de horrores,
no tiene una duración estándar ni tratamiento.
En este estado de cosas, en el que ni siquiera podía leer, recordé
un episodio.
Estaba yo, el año pasado, donde la señora Olga, una sonriente
vecina de Galicia que hace arepas para vender, cuando escuché un ruido
indefinido que provenía de una camioneta con una especie de megáfono. Al principio pensé que se trataba de esos
carros que venden verduras, o cacharros, pero no.
Era un vehículo sin mayores identificaciones que emitía un libreto
de alerta a los pobladores del sector, que sólo podía entenderse cuando ya el
líquido que esparcía estaba encima de todo: vecinos, verduras en las
estanterías de las tiendas, carnes en ganchos exhibidas, panes recién salidos
del horno, ancianos, niños, madres embarazadas que esperaban el bus, todo. Sólo los que estábamos en vehículos pudimos
protegernos. El resto fueron fumigados,
sin discriminación ni consideración.
Si mañana se dice a las autoridades que no han hecho lo que debían
para controlar esta enfermedad, mostrarán los registros de esta y otras tantas
fumigaciones, hechas de manera tan improvisada como inútil. A veces creo que las hacen, como las fingidas
capacitaciones del tránsito, para justificar contratos. Y los ciudadanos que se
enfermen, que se jodan!