El alcance a incontable información, las múltiples actividades, la necesidad de estar conectados o programados en todo momento; y la exposición a sensaciones y emociones fuertes constantemente, están acabando con el derecho al ocio, tan necesario para la introspección y para hacer espacio a la creatividad
Esta necesidad de acción permanente puede provenir del pánico al aburrimiento profundo, un mal de la modernidad.
Nos aburrimos porque disponemos de tiempo libre. Ese que se queda por fuera de los esfuerzos que antes debíamos dedicar a la consecución del alimento diario, a la lucha con la naturaleza, o incluso a la guerra. En sociedades con largos períodos de estabilidad y estándares de vida elevados, se producen intervalos libres que requieren ser llenados.
En su afán por colmar el lapso disponible, cada día los humanos nos alejamos más de los momentos tediosos. Una medida para lograr este propósito es permanecer conectados: video juegos, internet, televisión, música. Cualquier estímulo es válido para calmar el desasosiego que produce el tiempo vacío.
Estamos en navidad y los hijos salen de las ocupaciones corrientes. Por un período breve no estarán presentes las largas jornadas escolares o los extra curriculares de deportes, bailes, idiomas, artes, entre otros.
De repente nos enfrentamos antes la necesidad de entretenerlos cada minuto, en parte, para que nosotros podamos seguir nuestras labores sin tropiezos.
No los dejamos aburrirse así como nosotros tampoco nos permitimos aburrirnos. Tememos a la ansiedad que genera la mente sin una labor concreta o “productiva”.
Pero, en mi opinión, existe una manera infalible de buscar un poco de calma en la continua y frenética actividad. Y es hartarse un poco de vez en cuando.
El aburrimiento es un derecho, sobre todo de los niños. Solos, tendidos en mantas o cojines, con los ojos mirando al infinito cielo en busca de fisuras como estrellas. O en el jardín, tomar hojas en sus manos y palpar las delicadas vellosidades; extraer jugos de pétalos y pistilos, pie tras pie alcanzar la rama firme para sentirse el más alto del mundo. Tumbados en el suelo, contarle los lunares al manto lanudo de cualquier mascota, mirando cómo las hormigas marcan sus esperanzadas líneas. Todas estas son ocupaciones que en nuestro agitado mundo cotidiano pueden sonar monótonas, pero que tienen un gran potencial tranquilizante.
Estas y muchas otras contribuyen a una especie de estado semi consciente en la cual el sujeto se inspecciona, habla consigo mismo, con sus amigos imaginarios, con sus recuerdos, o, simplemente, permite que haya un flujo de información sosegado entre él y su entorno inmediato.
A partir de estos momentos de soledad y acciones relativamente pasivas, los humanos activan sus capacidades para poder desear, imaginar nuevas alternativas y mundos probables, entre otras miles de maravillosas posibilidades que se consiguen de manera inmediata, gratuita y sin más requerimientos que aburrirse un poco cada día
Foto: Jess Ar
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